Llegaste a mi vida como el niño de la patineta y poco a poco te convertiste en el niño que con sus malabares de fuego logro encender la llamita que tenía apagada dentro de mí. Y no solo empezaste a encender esa llamita, si no otras más que no sabía ni siquiera que estaban ahí, o más bien no quería verlas.
Me invitaste a tu mundo, un mundo libre, lleno de sueños, valiente y sin prejuicios. Yo me vestí de valiente, me peine de soñadora y me perfume con un toque a libertad y decidí entrar a este mundo, disfrutando cada día contigo. Cada día donde tú te ibas adentrando más e ibas encendiendo más y más llamitas. Era mágico estar contigo, “nuestro mundo” como le llamábamos a esa sensación de cuando estábamos los dos y el mundo de alrededor desaparecía por completo.
Risas, sueños, controversias, cuestionamientos, filosofías, trips, sensaciones, sabores, confesiones… a tu lado todo esto se daba de la forma más natural del mundo. Pero cada día que pasaba a tu lado, había algo dentro de mí, una llamita dentro de mí que en vez de encenderse más se estaba apagando.
Y sí, paso algo, ese mundo se desplumo tan rápido y de repente y la verdad es que ya no sé si por mi miedos e inseguridades yo detuve este sueño mágico y me hice bajar al mundo real, o, si por el contrario, yo quería forzar algo que por naturaleza no estaba fluyendo. Lo único que sé es que por más que tratamos de juntar estos mundos paralelos, solo rozaron sus puntas pero nunca los convertimos una realidad.
Nunca pudimos hacer que ese mundo, “nuestro mundo”, fuera el mundo real de cada uno de nosotros… Como decía yo y como tú lo dijiste en algún momento, de vuelta al mundo real… solo que con una ventaja, todas las demás llamitas siguen encendidas.
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